1.
A Constanza Prado le gustaba ver la lluvia caer desde su ventana. Existía en esos momentos todo un escenario sensorial que disfrutaba como pocas cosas en la vida. Podía pasar tardes enteras frente a las gotas de lluvia, vistas desde un cristal transparente, caer una a una contra el piso, contra los muros, contra las hojas verdes de los árboles. Caer como rebotando, como escapando apresuradamente de algún demonio celestial; todas corriendo a la vez, todas cayendo con la misma presión y velocidad. Y alguna tarde valiente sacar un dedo, la mano entera por la ventana. Sentir el agua caer fuertemente contra su piel, las gotas de agua como enojadas, como si quisieran golpearla. Después meter la mano, sacudirla para secar los inofensivos rastros que la lluvia dejo y sentirse acogida por algo, por el techo, las paredes, la música que suena ligera al fondo de la habitación. Sentir las pequeñas gotas que permanecen en sus dedos y contrastar la sensación con el resto de su cuerpo, que se mantiene seco, cálido, casi indiferente ante el diluvio exterior.
Pero sin importar la música de fondo, que toca a los Beatles o a Roberta Flack, la melodía que la lluvia produce es inigualable; es una constante oleada de notas de emociones difíciles de discernir. Entre ellas, se adivina al enojo, al amor, a la nostalgia, a la decepción. Se entre escucha la felicidad y hasta el aburrimiento. Pero aún así, existe una nota predominante: la de la tranquilidad. Entre la enorme gama de variaciones y contrastes de sentimientos que la lluvia conlleva, la tranquilidad juega el papel de la envoltura, del forro final que encierra al resto. Es como una especie de funda que integra a todas las emociones de manera armónica. Al odio con el amor, a la ansiedad con la calma. Articula cada una de ellas con un orden casi lógico y científico, con una secuencia insuperable. Porque a pesar del apresurado ritmo que las gotas se esfuerzan en crear, existe una concordia integral que inevitablemente tranquilizaba a Constanza. De esta manera, podía despertarse en ella cualquier emoción; podía incitar a la melancolía o al deseo, pero siempre con un trasfondo tranquilo que articulaba y equilibraba cualquier otra sensación. El continuo caer de las gotas resulta una experiencia sonora consoladora y casi sedante.
Pero nada de lo anterior supera al olor que emerge de la tierra tras un lapso de lluvia. Después de un periodo de tiempo razonable, el agua logra inmiscuirse por dentro de la tierra y las hojas. El olor es indescriptible: frescura, humedad y naturaleza predominan en el ambiente. No había, para Constanza Prado, un olor que superara al de la naturaleza mojada. Este era el olor de la autenticidad, de la melancolía y del amor. Este era el olor de la creación, de la vida, de las ofertas a la felicidad. Era un aroma que se impregnaba a su ser, que la hacía contagiarse de todas aquellas ideas y sentimientos que el olerlo le sugería. La lluvia termina, el olor emerge y permanece por unas cuantas horas. Entonces salir a caminar, echar un cigarro y fumar de a poco, mientras piensa y siente y confunde a su vida con la lluvia y a la lluvia con lecciones morales, con decisiones precipitadas, con consejos anónimos.
Era aquel un día 12 del mes de agosto. Sin haber caminado por más de 20 minutos, ya sentía Constanza la necesidad de parar, de encontrar uno de esos parques que abundan en la Ciudad de México, de adueñarse una banquita de concreto y sentarse a fumar uno de los cigarros mentolados que había comprado el día anterior. Quería parar para saberse en control, para confirmar que era ella quien había caminado tanto tiempo sin cambiar de dirección. Asegurarse que sus pensamientos no la habían abrumado aún, que su estado metal era lúcido y claro. Y atravesó un camino de piedra caliza, de esos que en primavera se ven tapizados de la flor morada que la jacaranda arroja, pero que ahora era sólo un camino de piedra caliza, mojado e ignorado por los peatones que caminan con prisa, siempre hacia algún lugar, siempre hacia un objetivo bien delimitado. Al poco tiempo encontró uno, uno en el que ya había estado antes, un parque angosto y largo que más bien servía como separación entre dos avenidas grandes y altamente transitadas. Pero Constanza no se detuvo. Lo atravesó sin verse tentada a quedarse, aunque sea para relajar su mente unos minutos. Le asustó sentir que estaba siendo controlada por una parte desconocida de si misma, por una parte ajena a su mente, siempre tan controladora y planeadora. Para asegurarse de que no fuera así, sacó un cigarrillo mentolado y tras darse cuenta de que aún era ella la que mandaba sobre su cuerpo, lo encendió y siguió caminando. Llevaba consigo una mirada firme, y creía por fin saber hacia donde se dirigía.
A Constanza Prado le gustaba ver la lluvia caer desde su ventana. Existía en esos momentos todo un escenario sensorial que disfrutaba como pocas cosas en la vida. Podía pasar tardes enteras frente a las gotas de lluvia, vistas desde un cristal transparente, caer una a una contra el piso, contra los muros, contra las hojas verdes de los árboles. Caer como rebotando, como escapando apresuradamente de algún demonio celestial; todas corriendo a la vez, todas cayendo con la misma presión y velocidad. Y alguna tarde valiente sacar un dedo, la mano entera por la ventana. Sentir el agua caer fuertemente contra su piel, las gotas de agua como enojadas, como si quisieran golpearla. Después meter la mano, sacudirla para secar los inofensivos rastros que la lluvia dejo y sentirse acogida por algo, por el techo, las paredes, la música que suena ligera al fondo de la habitación. Sentir las pequeñas gotas que permanecen en sus dedos y contrastar la sensación con el resto de su cuerpo, que se mantiene seco, cálido, casi indiferente ante el diluvio exterior.
Pero sin importar la música de fondo, que toca a los Beatles o a Roberta Flack, la melodía que la lluvia produce es inigualable; es una constante oleada de notas de emociones difíciles de discernir. Entre ellas, se adivina al enojo, al amor, a la nostalgia, a la decepción. Se entre escucha la felicidad y hasta el aburrimiento. Pero aún así, existe una nota predominante: la de la tranquilidad. Entre la enorme gama de variaciones y contrastes de sentimientos que la lluvia conlleva, la tranquilidad juega el papel de la envoltura, del forro final que encierra al resto. Es como una especie de funda que integra a todas las emociones de manera armónica. Al odio con el amor, a la ansiedad con la calma. Articula cada una de ellas con un orden casi lógico y científico, con una secuencia insuperable. Porque a pesar del apresurado ritmo que las gotas se esfuerzan en crear, existe una concordia integral que inevitablemente tranquilizaba a Constanza. De esta manera, podía despertarse en ella cualquier emoción; podía incitar a la melancolía o al deseo, pero siempre con un trasfondo tranquilo que articulaba y equilibraba cualquier otra sensación. El continuo caer de las gotas resulta una experiencia sonora consoladora y casi sedante.
Pero nada de lo anterior supera al olor que emerge de la tierra tras un lapso de lluvia. Después de un periodo de tiempo razonable, el agua logra inmiscuirse por dentro de la tierra y las hojas. El olor es indescriptible: frescura, humedad y naturaleza predominan en el ambiente. No había, para Constanza Prado, un olor que superara al de la naturaleza mojada. Este era el olor de la autenticidad, de la melancolía y del amor. Este era el olor de la creación, de la vida, de las ofertas a la felicidad. Era un aroma que se impregnaba a su ser, que la hacía contagiarse de todas aquellas ideas y sentimientos que el olerlo le sugería. La lluvia termina, el olor emerge y permanece por unas cuantas horas. Entonces salir a caminar, echar un cigarro y fumar de a poco, mientras piensa y siente y confunde a su vida con la lluvia y a la lluvia con lecciones morales, con decisiones precipitadas, con consejos anónimos.
Era aquel un día 12 del mes de agosto. Sin haber caminado por más de 20 minutos, ya sentía Constanza la necesidad de parar, de encontrar uno de esos parques que abundan en la Ciudad de México, de adueñarse una banquita de concreto y sentarse a fumar uno de los cigarros mentolados que había comprado el día anterior. Quería parar para saberse en control, para confirmar que era ella quien había caminado tanto tiempo sin cambiar de dirección. Asegurarse que sus pensamientos no la habían abrumado aún, que su estado metal era lúcido y claro. Y atravesó un camino de piedra caliza, de esos que en primavera se ven tapizados de la flor morada que la jacaranda arroja, pero que ahora era sólo un camino de piedra caliza, mojado e ignorado por los peatones que caminan con prisa, siempre hacia algún lugar, siempre hacia un objetivo bien delimitado. Al poco tiempo encontró uno, uno en el que ya había estado antes, un parque angosto y largo que más bien servía como separación entre dos avenidas grandes y altamente transitadas. Pero Constanza no se detuvo. Lo atravesó sin verse tentada a quedarse, aunque sea para relajar su mente unos minutos. Le asustó sentir que estaba siendo controlada por una parte desconocida de si misma, por una parte ajena a su mente, siempre tan controladora y planeadora. Para asegurarse de que no fuera así, sacó un cigarrillo mentolado y tras darse cuenta de que aún era ella la que mandaba sobre su cuerpo, lo encendió y siguió caminando. Llevaba consigo una mirada firme, y creía por fin saber hacia donde se dirigía.
1 comment:
yo me llamo constanza prado, y fumo cigarrillos mentolados.Tb me gust a la lluvia
un abrazo
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