Saturday, May 14, 2005

Lluvia Capítulo III por Sara D. Hidalgo


3.

El sabor de su boca era indefinido, vago, apenas perceptible. Supuso entonces que esa era una de las marcas infalibles de la felicidad. No tener sabor en la boca, la saliva fluyendo como si así de fácil se digiriera, la boca lo suficientemente húmeda como para no sentir la terrible asfixia de la sed, pero no lo suficiente como para notarlo. Las manos, la piel, los labios. Todo humectado, todo en una prefecta comodidad (esa comodidad que da la disciplina, la voluntad, el amor propio), las piernas suaves, la cara limpia, los ojos sin bolsas y sin ojeras. El pelo suave, blando, manejable. Los pequeños reflejos que le daba el sol brillaban con más fuerza, los molestos ondeos que se asomaban al medio día hoy parecían cumplir con una armonía nueva que le brindaba belleza al todo (y entonces pensar en el todo y sus partes de Marx, en el circulo dialéctico, en una filosofía inaplicable para después regresar al espejo, a los lunares y pecas, al análisis cuidadoso del ser). Las cejas. Era sorprendente. Todo lucia una alineación nueva, todo era algo distinto siendo lo mismo. De alguna manera todos los órganos eran los mismos, pero parecía como si algo en ellos hubiese cambiado, su función, su papel, su puesto en la vida de Constanza. Era eso. No podía ser algo más. Soy feliz.
Y entonces el espasmo del miedo regreso, y ella sabía que su examen visual era ya una advertencia de la inseguridad que le causaba el sentirse por primera vez feliz. Se sentía atacada, invadida. Algo nuevo había llegado a descontrolar el orden de su vida, el estado de las cosas que, aunque la mantenían insatisfecha, cumplían con la estratégica función de no perder el control, de no volverse a dejar llevar, de no airearse de vivir en un mundo que no le pertenecerá jamás.
Cuantas veces, en mañanas como éstas, no había sentido la pesadumbre de un día mas, de la obligación inocua de mover su cuerpo, de vestirse, comer, salir, hablar, sonreír, regresar, dormir. Cuantas otras no se había levantado con un sentimiento de incomodidad generalizada, con una alerta sistémica de su cuerpo que anunciaba que algo estaba mal.
Y sin embargo, ahora que por fin se sentía ligera, ahora que sabía por primera vez hacia donde ir, algo en ella la detenía. Paradójicamente, aunque podía ver las cosas claras, se sentía inconsolablemente confundida; existía aun una brecha entre ese sentimiento de bienestar y su propia naturaleza. Simplemente no era ella, y antes de que acabara su cita con el espejo, se había decidido ya a terminar con aquel intruso que la invadía.

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